Caminaba descalza
por los verdes prados que se extendían a todo su alrededor, a donde quiera que
mirara. Se sentiría feliz de decir que no tenía padre o madre, que no tenía
siquiera una sola posesión que la retuviera; pero no era así, así que no podría
esfumarse como la espuma del mar, ni dejarse llevar por el viento como un
pétalo desprendido.
Caminaba
con sus brazos colgando hacia un lado, hacia el otro, balanceándose lentamente
con el sonido del día, que corría encima de ella, a su alrededor y en su
interior.
No
miraba el cielo azul, las flores silvestres, los árboles o las ardillas que se
avecinaban; veía tierras frías cubiertas de un grueso manto blanco, correntadas
de helado aire y copos de nieve derritiéndose en sus cabellos. Sentía los pies
entumecidos y las manos con aguijones salvajes. Veía un paisaje en tonos grises
y casi sin vida, pero a ella le bastaba, y le hacía feliz, porque sabía que en
algún rincón de ese desolado lugar lo encontraría a él; y con él, calor y amor
para siempre, y el sol ya no significaría nada; y el fuego no tendría función;
y el aire no tendría valor.
Para
ella, solo habría amor.