“Cuando el pasado ya no ilumina el futuro,
el
espíritu camina en la oscuridad.”
Alexis de Tocqueville
Estaba
en un edificio antiguo, con baldosas blancas y negras, y paredes de piedra
caliza; que tenía cuadros de hombres y mujeres que nadie conocía, ventanales
infinitos que miraban al tétrico pantano, escaleras de losa con alfombras color
sangre, pasillos silenciosos en los que retumbaba cada paso, un observatorio
allí en lo alto, majestuoso, por sobre todos; un camino bordeado de altos y
viejos abetos; un portón, allí en la entrada, de negro hierro, que rechinaba; y,
una puerta maciza de madera, más vieja que el mismo tiempo.
Solo
escuchaba mis pasos, sobre los infinitos pasillos, al mismo compás de mi
corazón, agitado. Sabía que en algún lugar en aquella reinante oscuridad estaba
siguiéndome sigilosamente.
El
respirar me dolía, el miedo y la desesperación me dolían, pero aun así no
dolían tanto como mi cuerpo.
Sabía
que me estaba exigiendo demasiado, pero mi mente ya había tomado el control, y
era únicamente mi fuerza de voluntad la que hacía que me moviera para escapar.
No
conocía el lugar, estaba perdida; todo se veía igual, todas las salas, todas
las esquinas, no importaba hacia dónde girara. Yo corría, nada más.
Y
tropecé.
Me
levanté tambaleando y casi me vuelvo a
caer, pero una mano me sostuvo. No reaccioné lo suficientemente rápido y ya no
me pude soltar, su mano se cerró muy fuerte en torno a mi muñeca.
Y
las lágrimas volvieron.
Intenté
con toda mi fuerza quitármelo de encima, pero agarró mi otra mano y la presionó
con más fuerza, tanto que oí un chasquido; tardó un segundo en aparecer el
nuevo suplicio, pero no grité. Sentía excesivo dolor por todas partes…
Mi
cuerpo se retorcía inútilmente, su fuerza era mayor. Traté propinarle un
puñetazo en el estómago y logré zafarme, pero el impulso me envió al suelo frío,
sentía un mal nuevo y punzante en el lado derecho de mi cabeza, ya no sabía si
podría levantarme; percibí un líquido caliente empaparme el rostro,
esparciéndose sobre las baldosas debajo de mí.
Estaba
sobrepasada, parecía a punto de explotar; mi garganta y mis ojos ardían por el
daño, mis músculos no respondían a mis llamados; estaba inmóvil, sudando, con
mucho frío, quemándome por dentro.
Quería
que él alejara sus ojos horriblemente luminosos de mi visión pero, claramente,
quería verme sufrir.
-
Hazlo rápido – le dije, sorprendiéndome a mí misma por esas palabras que
salieron precipitadas.
-Oh.
Por supuesto que no, mi amor.-Me sonrió con su sonrisa afilada y esos ojos
profundos, violentos, salvajes y llenos de ira, propios de su naturaleza
salvaje.
Y me desperté temblando, sudada y
con los ojos llorosos; no quería recordar qué había soñado. No quiero
recordarlo todavía hoy. Eran casi las cinco de la mañana de aquel jueves de
mayo pero no podía volver a dormir, me aterraba siquiera pensar en volver a
sentirme tan desolada… Salí de la cama lo más silenciosa que pude para no
despertar a nadie y fui a darme una ducha con la esperanza de que así se
calmaran los espasmos. Desafortunadamente esto no funcionó; terminé hecha una
bola en la esquina de la bañera, justo debajo del constante chorro de agua
caliente, hasta que el calor se fue y el agua fría entumeció mi cuerpo. No era
capaz de salir, no podía moverme, y esto no tenía nada que ver con el frío…Sino
con esos
ojos que están siempre presentes en mi mente, sin mi permiso, sin mi
aprobación, consumiéndome, arrastrándome lentamente hacia las profundidades,
eternas y malditas.
Se me hacía difícil respirar, nunca lograba
tener suficiente aire y las leves convulsiones de mi cuerpo hacían que todo
doliera. Estaba como ida, sin lograr llegar al camino de la racionalidad.
Mi hermana empezó a golpear la
puerta, cada vez más fuerte a medida que pasaba el tiempo, hasta que se decidió
a entrar por la fuerza. Pude ver con claridad cómo cambió su expresión furiosa
por una de pánico cuando me vio; pero yo seguía sin poder hacer nada al
respecto. Apenas noté cuando me cubrió con una toalla y apagó el grifo, ¿o fue
al revés? Luego imaginé la voz de mi madre y el rose de su mano sobre mi
rostro, que levantaba mi mirada a la suya y notaba que yo había perdido mi
alma. Pero fue solo mi imaginación, mi madre no estaba, sino que mi hermana
pequeña se encontraba arrodillada frente a mí. No podía, a diferencia de otras
ocasiones, seguir fingiendo que todo estaba bien; ya era demasiado para mí.
Entendí en aquel momento que tenía que sacar todo lo que había guardado a lo
largo de los años, de hecho siempre lo había sabido solo que nunca había tenido
el valor de derrumbarme ante alguien. Respiré profundamente una, dos, tres
veces; alcé mi rostro hacia mi hermana y ella solo asintió, no me dijo nada.
Ella no dijo absolutamente nada, miré sus ojos y eran tan viejos, viejos a
pesar de que ella era pequeña, viejos como los de alguien que ha vivido un
camino complicado, un camino bastante largo o bastante poseado.
-Perdón- le dije –Gracias-. Ella
vuelve a asentirme con su cabeza estirada por la colita perfecta que se hace
sola cada mañana, y se va, y me deja para que pueda humillarme sola. Entonces
me doy cuenta de lo egoísta que he sido siempre, que no soy la única persona
que sufrió por ese secuestro. Tal vez, sí, la más afectada; pero no la única.
Me levanto lentamente, tengo las
piernas agarrotadas por el frío, que de repente siento; mi piel está arrugada y
blanca, me miro al enorme espejo del baño y me doy cuenta de que estoy muy
flaca, tanto que los huesos se notan bajo mi translucida piel, mis ojeras son
muy profundas y mi cuerpo tiembla todo el tiempo. Me visto despacio, no tengo
ninguna prisa, y salgo del baño. Ya amaneció, el sol brilla demasiado para mi
gusto pero es reconfortante el calor que brinda cuando me quedo parada bajo su
luz; no escucho nada, mi hermana debe de haberse ido al colegio.
Me doy cuenta que, a pesar de que salió el
sol, todo para mí es negro, que reina tal silencio que mis
oídos quieren explotar; porque idea tras idea, recuerdo tras recuerdo,
pensamientos inconscientes y delirantes recorren mi ser.
Quiero
gritar tan fuerte para que todos escuchen lo que siento, mi pena, mi tormento. Vuelven
las imágenes…el recuerdo de estar recluida, de cómo me dejó tirada quién sabe
dónde esperando la muerte.
Mis ojos color castaño relampaguean de furia e
impotencia, con las pupilas levemente dilatadas diciendo por fin lo que sentía
en aquel momento de incapacidad obligada; en aquel momento de silencio turbio y
escupido.
Me
dejó por muerta.
Me encontraron.
Ahora soy solo una cascara vacía,
y ya no sé cómo vivir.