viernes, 14 de agosto de 2015

Masas en movimiento

Estaba todo muy oscuro, apenas entraban algunos rayos de luz por las pequeñas aberturas de las ventanas.
 Todos, moviendo su cuerpo de manera sincopada, armando una masa viviente, y danzante, uniforme que seguía el ritmo brumoso de la poco original música. Cada uno estaba tan dentro de sí que apenas notaban lo que pasaba a su alrededor; como esa joven de pelo negro que caía al piso convulsionándose, inconsciente; o aquel hombre, de unos cuarenta años, que se llevaba a una chica de los cabellos y con fuerza.
 Todos estaban allí pero no estaban, mientras pasaba el infinito tiempo.

lunes, 10 de agosto de 2015

El rostro de la humanidad.

  En silencio todo suena más fuerte y un cuarto negro de dos por dos parece el infinito. Estábamos ambos respirando ese aire agridulce que produce la mezcla del aroma a lilas con muerte ajena. Mi corazón, que comenzó esa maratón de oscuridad hace rato, estaba exhausto, ajeno a todo; pero él me sostenía tan fuerte de la mano… que todavía sentía ganas de vivir. Esas paredes tan frías e inanimadas no me dejaban ver; y él solo me abrazaba. Sentía unos ojos deseosos de sangre clavados en mí, y solo en mí, tal vez por el simple hecho de que ya no gritaba. La puerta se abrió. No quería moverme, no lo necesitaba, sabía que alguien estaba allí frente a nosotros. Y que ansiaba sangre. La desesperación invadió todo mi ser cuando supe lo que iba a hacer. Una corriente de repugnancia e histeria recorrió mi cuerpo saliendo en un grito ahogado. Un grito que pareció no tener fin, que desgarró mis pulmones. Un grito que ese alguien esperaba, con satisfacción a juzgar por la leve risa grotesca que emitió desde su escondite en las sombras imperturbables de la habitación. Sentía mis ojos hinchados, me dolían como el fuego; podía saborear mis lágrimas saladas secándose en mis pómulos prominentes; mis sienes latían al son de mi pequeño corazón adolorido; mis labios, partidos y resecos, se fusionaban, y, mi nariz, tapada, despedía un molesto líquido, transparente y pegajoso, infinito. Yo no conocía al joven que se acurrucaba a mi lado, no podía saber si era más joven o anciano que yo; y él ciertamente no me conocía a mí, nuestro agarre no impidió que la figura desconocida e invisible que irradiaba poder sobre nosotros se arrojara sobre él; no hubo sonido alguno de pelea, no hubo más que un gemido cuando el sedoso beso del fino acero de sus dientes marcaba la carne y luego el húmedo derrame de la sangre caliente cayendo sobre mis pies desnudos. Entonces esa alma desconocida se esfumó como la espuma del mar; y yo volvía a estar sola en la lúgubre habitación, aguantando la respiración; rodeada de esa atmósfera oscura, donde el aire pesaba y sabía a odio. Él comenzó a acercárseme poco a poco con esa mirada, esa mirada que me daría pesadillas si me permitiese soñar, esa mirada que me imaginaba porque seguía permaneciendo oculta. No reaccioné lo suficientemente rápido y ya no me pude soltar. Necesitaba más que mis manos, tan pequeñas y frágiles, pero mis alas doradas estaban atadas y destrozadas. Antes no alcancé a comprender qué me succionaba, qué me quitaba poco a poco la vida. Comencé a quedarme sin aire, no podía respirar. Hacía frío, mucho frío; y casi muero una vez más. Él me soltó una vez saciado de mí, me dejó caer en el suelo lleno de sangre, y se fue arrastrando el cuerpo, pequeño y ya verdoso, detrás suyo. Horas, días, semanas; no sé cuánto tiempo pasé encerrada ahí dentro, pero de repente se hizo la luz. Era tintineante y como sepiosa, pero era luz. Después de tanta oscuridad veía luz, y por un instante creí que estaba muerta. Pero no. Cuando mis ojos se adaptaron a la casi olvidada luminosidad, pude notar la habitación en la que estaba. Era grande y espaciosa, el suelo de cemento con una gruesa capa de polvo y sangre seca; no había ventanas, o sí pero estaban tapiadas, solo una puerta gris de hierro. El único mobiliario era una cama también de hierro gris, grande con un colchón fino, una manta roída y esposas en cada esquina. Junto con la vista volvía poco a poco la memoria, el porqué yo estaba allí, cómo había llegado… Era todo muy confuso y no podía terminar de entender, solo la vista del hombre que entraba por esa única puerta me ayudó. Caminaba con pasos cautelosos mirándome a los ojos, yo temblaba y no me podía mover; le tenía miedo. Él sigue acercándose, con un elemento pequeño y brillante en su mano, hasta que se detiene y arrodilla frente a mí. Demasiado tarde reacciono porque para cuando logro moverme ya me ha drogado. La desesperación invade todo mi ser, una corriente de repugnancia e histeria recorre todo mi cuerpo, sus manos acarician mis piernas como si nada, ya ni siquiera puedo ver sus ojos, que me miraban al acecho; sus dedos pegajosos, se extienden en miles de lugares a la vez; siguen subiendo y yo tengo las manos y los pies atados. Su tacto ya está en mi pecho cuando comienzan las convulsiones. Llega a la cara, cierro los ojos y la boca, las lágrimas corren empapando mi rostro. No puedo expresarme fluidamente, no puedo llorar, reír, ni siquiera sufrir tranquilamente. ¿Qué haré, entonces, con este espíritu indomable que surge poco a poco de mi pecho, si no puedo zafarme de esta jaula que me retiene con mano férrea? La droga me hace ir devuelta a la oscuridad, a los monstruos, a las pesadillas, a la locura. No sé si estoy despierta o estoy soñando, no sé qué es real y qué invención, no sé qué mundo es mejor o peor, no sé porqué no puedo salir de esta oscuridad; pero parto casi feliz. Tal vez un día de estos ésta maldición mía acabe y pueda volver a los cielos y a la luz dónde pertenezco. Lejos de esta humanidad corrompida que lo único que hizo fue darme dolor y vergüenza.